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martes 19 marzo 2024
arquitectura popular y grafía vasca

ARQUITECTURA POPULAR DEL PAÍS VASCO

CAPÍTULO I

La tierra. Es nuestra madre, en ella nacemos, ella nos sustenta, y al morir nos recoge en su regazo para siempre.

En países de gran extensión y poco poblados, los naturales o indígenas desconocen con frecuencia los nombres de montañas que tienen a la vista, como si nada les uniese a ellas, como si tan sólo sirviesen para separarlos del resto del mundo; se hallan cercados por un gigantesco redil, el cual limita sus desplazamientos manteniéndolos por siempre dentro de una misma comarca, donde nacen, viven y mueren sin llegar a conocer a sus hermanos, los habitantes del otro lado de la montaña.

En nuestro País Vasco no ocurre tal cosa. La tierra es algo vivo, algo que parece tener alma y que se compenetra con la vida de sus naturales. Los valles, los montes, las grutas y los ríos, cada uno de ellos tiene su nombre propio conocido en todo el país y más allá de él. Las montañas, en lugar de separar a sus habitantes, les sirven más bien de aliciente para conocerse entre ellos, y por eso innumerables sendas y caminos cruzan a aquéllas en todas direcciones, y quien los siga, no tendrá que caminar largo tiempo para dar con una fuente que mitigue su sed, una ermita que levante su espíritu o un caserío que lo acoja con sencillez y cordialidad. Sus laderas en el otoño se visten de helechos dorados. Cuando la nieve cubre sus cimas, transitan por ellas el cazador y el pastor, el carbonero y la carreta cargada de argoma y a medida que anochece y se iluminan las ventanas en los caseríos apacibles esparcido aquí y allá, el paisaje se convierte en un maravilloso jayotza con su musgo aromático, sus figuras, pero no de barro inanimado, sino todo con alma, el alma grandiosa de este escenario que es el País Vasco donde durante cada estación del año se cambia la decoración para proporcionar fondo adecuado a cada una de las tareas a las cuales el labrador, el pescador o el pastor vasco se entregan en cuerpo y alma, tal como lo hacían sus padres, tal como desde tiempo inmemorial lo vienen haciendo sus antepasados, siglos y siglos atrás, siempre en la misma tierra, la que nos da pan para el cuerpo, hostia pura para el alma, la que nos regala agua para nuestra sed, piedra y roble para fabricar la casa y la iglesia, hierro para los arados y herramientas, esta tierra nuestra, reliquia de nuestros antepasados, la que recogió el sudor de su frente juntamente con sus tradiciones, la que nos reconforta con el vaho cálido que exhala bajo la lluvia fertilizante. Esta tierra que guarda las tumbas dentro de las cuales, en un silencio de tres dimensiones, nuestros padres nos esperan con sus brazos cruzados sobre el pecho para estrecharnos entre ellos, como lo hicieron en vida tantas veces, ahí queremos ser enterrados para esperar a nuestros hijos y ellos a los suyos en cadena no interrumpida... es nuestra tierra. ¡Bendita sea para siempre!

 

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